viernes, 22 de diciembre de 2017

El abuelo Orlando

El abuelo Orlando era un hombre de costumbres y cuando llegaba el 22 de diciembre, dejaba todos sus quehaceres diarios para escuchar en la vieja radio el sorteo de la lotería de Navidad, apuntaba uno a uno todos los números de los premios importantes en un papel que había dejado preparado, junto a  un lapicero, la noche anterior.
Cuando terminaba el sorteo se vestía con su traje de los domingos y cubría su cabeza con un sombrero de ala ancha, ese que lucia solo en las grandes ocasiones.
Entonces salía de casa con varios sobres, en los que previamente había depositado algo de dinero y visitaba una a una las casas de cada uno de sus hijos, para dar el aguinaldo a todos los nietos.
Hasta que el abuelo no nos daba aquel sobre no éramos conscientes de que la Navidad estaba más cerca que lejos.
Ese mismo día, por la tarde, la abuela Clara preparaba merienda en casa y entre todos colocábamos el árbol de Navidad y el portal de Belén. 
Yo, la más pequeña de todos, era la encargada de poner la estrella en lo alto del árbol, subida a los hombros del abuelo Orlando; después la abuela Clara y él colocaban al Niño Jesús en el pesebre, sin duda, ese era uno de los mejores días de las fiestas navideñas.


Recuerdo una Navidad en las que nos visitó el tío Adrián, el hermano pequeño del abuelo Orlando.
El tío Adrián se había marchado a América, unos años atrás, en busca de un futuro mejor.
Aquella Navidad descubrimos a Santa Claus, un señor muy anciano, con una larga barba blanca y vestido de rojo, que dejaba dulces y golosinas en unos calcetines que colgaban de la chimenea.
El tío Adrián había traído calcetines para todos, incluso con nuestros nombres bordados.
Durante la cena de Nochebuena, el tío nos contó que Santa Claus entraría aquella noche,  por la chimenea del salón, para llenar nuestros calcetines con golosinas, mientras todos dormíamos, y que si escuchábamos algún ruido deberíamos quedarnos quietos en nuestras camas y seguir durmiendo.
A la mañana siguiente todos los calcetines estaban llenos de dulces y caramelos, pero no había ni rastro del tío Adrián, nunca más volvimos a verlo, pero Santa Claus siguió visitándonos cada Nochebuena.


Las Nocheviejas en casa del abuelo Orlando estaban llenas de alegría y algarabía, desde muy temprano la abuela Clara preparaba cena para toda la familia, todos los años el mismo menú nos reunía alrededor de la mesa, para despedir al viejo año, unos mejores que otros y esperar al nuevo, deseando que fuera algo mejor que el anterior; sopa caliente, pavo al horno relleno de ciruelas y piñones con guarnicion de lombarda  y sopa de almendras dulce como postre.
Hasta que un año, alguien decidió poner nombre al pavo vivo que días antes le habían regalado al abuelo, nadie tuvo el valor de sacrificarlo para la cena, Justo que así fue bautizada nuestra cena fue indultado, el pobre pavo moriría tiempo después por causas naturales. Aquella noche la abuela tuvo que rellenar unos pollos que afortunadamente no habían sido bautizados.
El abuelo Orlando esperaba al nuevo año con una taza de café, una copa de licor y un habano en su mano, era el único día que fumaba, formaba parte de sus costumbres.
La abuela Clara preparaba pequeños cuencos con las doce uvas para todos, los adultos tomaban champagne y los pequeños nos sentíamos mayores cuando nos dejaban mojarnos los labios con las burbujas.
El abuelo Orlando guardaba cada año el corcho de la primera botella de champagne que se descorchaba para celebrar su llegada, le hacía un corte y colocaba una moneda en él, decía que así nunca faltaría dinero en la casa.
Así con sus costumbres iban pasando las navidades y con ellas los años.


Pero si había un día mágico durante las navidades en la casa del abuelo Orlando, era el día de Reyes.
Nos acostábamos temprano y nos levantábamos cuando apenas había amanecido, para entonces la casa ya olía a chocolate caliente y roscón recién hecho.
La abuela Clara preparaba una gran mesa de desayuno en la cocina y el abuelo preparaba su medidor de niños buenos en el salón; medidor por el que todos debíamos pasar obligatoriamente para poder coger y abrir nuestros regalos.
Los pequeños siempre pasábamos sin apenas dificultades y nos divertíamos viendo cómo los mayores se volvían casi contorsionistas para poder pasar bajo ese arco lleno de luces y guirnaldas.
Yo además todos los años pedía un deseo, que el abuelo Orlando fuera eterno.
Pero hubo un año, en que tuve que hacer contorsiones por primera vez para pasar por el medidor de niños buenos, ese año me di cuenta que me hacía mayor, ese año entendí que el abuelo Orlando no estaría siempre.


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